Tengo un problema, odio lo políticamente correcto (aunque a menudo, empezar señalando que uno odia lo políticamente correcto es el culmen de lo políticamente correcto).
La corrección política fue acuñada por el marxismo-leninismo para etiquetar planteamientos desacordes con la ortodoxia y consecuentemente, expuestos. Tamaño origen ya es de por si revelador: “Camarada, tus opiniones [no es que estén mal o bien] no se adaptan a las que nos vienen dadas por lo que no vamos a tomarlas en consideración, no fuera que al considerarlas nos convencieras y nos viéramos en el brete de tener que descarar al de arriba, y eso sí que no, nunca-jamás, no mientras yo viva”. Más corto, Camarada, esto que dices no es políticamente correcto. Valga decir que mentar a los soviets como padres del invento es injusto, ellos lo formalizaron en términos actuales, pero cuando Belarmino se niega a escudriñar la luna por el telescopio que le tiende Galileo, lo hace precisamente para ahorrarse el cuestionamiento de la ortodoxía. Y antes aún aquel dicho senatorial según el cual Roma locuta causa finita.
La corrección política es, por tanto, el pensamiento oportuno. El que es ventajoso verbalizar. El que nos conviene.
La corrección política es especialmente dañina aplicada a lo filosófico o lo científico. Por ejemplo, todo el debate sobre el calentamiento antrópico. Como vemos, ya pueden los astrónomos chillar sobre lo improbable de un cambio climático global basado en las emisiones humanas de CO2, hoy los fondos de investigación están donde están, justo al otro extremo. Los investigadores lo saben e incluso los más escépticos esconden sus dudas bajo un manto de matizaciones. “No vaya a ser que perdamos la subvención” (que la perderán de fijo como se les ocurra rebatir el paradigma auspiciado por el poder). Consecuencia, muchos científicos carecen hoy de la capacidad de enfrentarse a la veracidad de los datos. Son rehenes de la escolástica al uso.
Con todo, el campo más fértil para la corrección política es la partitocracia. Nada mejor que limitarse a dar aquellos mensajes que convienen electoralmente; nada puede ser más político que eso, nada más posmoderno en verdad.
El fatal discurso político que padecemos se basa en lo que me conviene decir. En no asustar al electorado ni que sea con las evidencias de lo cierto. En su lugar, conviene al partido reiterar obviedades (aunque sean falsas). Esta repetición machacona del mensaje deviene una acumulación de tópicos para que el ignorante articule argumentos frente a las disyuntivas más comunes. Son como rutinas que ahorran pensar, y de tanto no pensar, terminamos en el vacío del discurso sin discurso, en el no decir. Escayolismo verbal para anuncios bancarios. En el estancamiento y en la credulidad acrítica frente al poder. En el puro y duro consumo orientado por el mercado que toque.
Como filósofo, en cambio, no puedo sino apreciar el esfuerzo de aquel que sacrifica la conveniencia del discurso en aras de la convicción del mismo. El que prefiera pensar a la contra que a favor. El pensamiento crítico es dinámico frente al afirmador, que las más de las veces no pasa de ser un voy a ver como me lo monto para darme a mi mismo la razón.
O mejor dicho*:
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?.
* Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos. Quevedo.
2 comentarios:
Un aplauso maestro!!!!
¡¡Olé!!
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