lunes, 22 de marzo de 2010

El Feng Shui en la Primera Guerra Mundial



Ciertamente, parece existir un desencuentro insuperable entre los ingleses y el Feng Shui; de todas las razas que pululan por la corteza se diría que los ingleses son los más dotados para campar del peor modo y manera. Un don (o carencia de él) que les ha permitido colonizar parajes propios de presos. Sean las cuatro de la tarde en el agosto más calenturiento del planeta, allí hubo o hay un inglés con quemaduras cutáneas de primer grado y paseando con sus calcetines de tenis para pasmo de aborígenes.

Digámoslo claro, resulta cosustancial al pathos británico reñir con la comodidad. Las casas de los autóctonos gozan fama de ser estrechos vericuetos en los que acumulan muebles de dudoso gusto. Hasta las alcobas de la reina Isabel parecen incómodos hospicios comparados a los palacios franceses o las confortables cortes alemanas. Los ingleses han inventado muchas cosas, pero en lo tocante a equipamiento familiar son de una tosquedad manifiesta; ni edredones, ni bidets, ni mecedoras, hasta las cortinas han sido objeto de importación entre los naturales de las Islas; los metros son agujeros bajo tierra y el postre una excentricidad pecaminosa. En lo que a confort respecta, el genio británico se agotó inventando el club (como alternativa a la sala de estar entre las capas bienestantes) y la tostadora, un artefacto tendente a facilitar la digestión del pan duro.

Se dice que tal particularidad caracteriológica hacía de cualquier buque de la armada británica el último lugar del mundo al que uno quisiera ir. Pensaban los almirantes que acostumbrar a la tropa a buenas instalaciones redundaba en una innecesaria prolongación de la guerra, de donde cuanto más incómodos fueran los sollados y camarotes, menos displicencia pondrían los marinos en acabar con los enemigos.

Tamaña doctrina militar alcanzó ribetes legendarios durante la Primera Guerra.
Llegados a Europa, los ingleses ocuparon los páramos más pantanosos y húmedos de los Países Bajos. Sus trincheras eran insalubres acequias donde malvivían miles de hombres, cubiertos de barro y piojos y sometidos a pie de trinchera, diarreas, cólera… Insistían los mandos que cuanto más inmundas fueran las trincheras con más ahínco pelearían los tommies por salir del agujero.

La tropa sobrellevaba fatal tal filosofía. Más aún al compararse con las hogareñas trincheras francesas, rudas pero cálidas y confortables, o las cuevas alemanas, diseñadas con los avances de la ingeniería.

Es así que entre las mil leyendas que la Gran Guerra alentó, conviene destacar la que achacaba la penosa situación de la infantería a la racanería del gobierno. No se sabe dónde, el caso es que algún castizo dio en maliciar que las trincheras británicas estaban arrendadas a los franceses, de donde para ahorrar, Jorge V había optado por las más baratas, o sea las peores. Parece un chascarrillo pero tales bulos corrían de sector en sector con categoría de axiomas. Esta leyenda tenía su parte buena, como la relativa paz que reinaba en el frente inglés en contraste con Verdun, considerado el cinco estrellas del frente y, en consecuencia, objeto del deseo del Kaiser Guillermo (según los tommies, claro). Otra opinión que la ofensiva del Somme se encargó de desterrar al desván de los bulos.

Ni más ni menos que como el canadiense crucificado, el batallón fantasma, los arqueros de Azincourt peleando codo con codo con sus tataranietos, los desertores caníbales, la Virgen de Albert que condenaba a perder la guerra a quien osara derribarla, o las tres bengalas negras (la señal que el Kaiser y su primo tenían pactada para terminar la guerra).

Más información, próximamente en Insula Avataria, manual de instrucciones de Empatyzer, cosas que el jugador debe conocer de la Gran Guerra: inconvenientes de ser el tercero de la fila y otros.

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