miércoles, 21 de marzo de 2018

El mercado de las almas

1965. Os sorprendería la cantidad de gente que vende su alma por puro ego, así que cuando el chamán me avisó de que tenía un candidato y que su precio no era otro que la fama y la gloria, bostecé aburrido.

Pero el chamán no habla por hablar. “Lucifer –me previno-, hay un misterio en su alma”.

Y ciertamente, me percaté nada más verlo. El porte jactancioso y a la vez quebradizo. El sombrero de ala ancha enmascarando sus rasgos judíos. Cantaba escupiendo las palabras y pensé que podía ser el cauce para propagar el nuevo credo.

Eso sí, su música sonaba lamentable y oscura. Largas peroratas frías como un lago congelado envueltas en rasgueos anodinos, muertos.

- ¿Eso es todo lo que tienes? ¿En serio crees que con esto se pondrán a tus pies y reinarás sobre ellos? –le humillé.

Extraje de su zurrón un puñado de migas de pan. Convertí el perchero en una Fender; la Underwood devino una caja y unos charles, y del viejo escritorio emergió un destartalado Farfisa. Sople sobre las migas. Bloomfield, Goldberg, Kooper comparecieron ante mí.

Rehice la partitura marcando un 4/4 y disparando al vivace. Mucho mejor ahora: en el mundo del tiempo lo que prima es el ritmo. Les repartí las hojas.

- ¿A qué esperáis? Probad así.

Contundente y festivo, Mr. Tambourine Man se te clavaba en el cerebro.

“Wow, se puede bailar”, dijo al terminar Bob Dylan, mi nuevo incubo.