jueves, 12 de julio de 2018

El primer día de la Guerra

Podría escribirlo el diablo, pero en rigor fue Stephen Zweig, en El mundo de ayer. Memorias de un europeo. "En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida: miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura», el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época. (....)"

miércoles, 21 de marzo de 2018

El mercado de las almas

1965. Os sorprendería la cantidad de gente que vende su alma por puro ego, así que cuando el chamán me avisó de que tenía un candidato y que su precio no era otro que la fama y la gloria, bostecé aburrido.

Pero el chamán no habla por hablar. “Lucifer –me previno-, hay un misterio en su alma”.

Y ciertamente, me percaté nada más verlo. El porte jactancioso y a la vez quebradizo. El sombrero de ala ancha enmascarando sus rasgos judíos. Cantaba escupiendo las palabras y pensé que podía ser el cauce para propagar el nuevo credo.

Eso sí, su música sonaba lamentable y oscura. Largas peroratas frías como un lago congelado envueltas en rasgueos anodinos, muertos.

- ¿Eso es todo lo que tienes? ¿En serio crees que con esto se pondrán a tus pies y reinarás sobre ellos? –le humillé.

Extraje de su zurrón un puñado de migas de pan. Convertí el perchero en una Fender; la Underwood devino una caja y unos charles, y del viejo escritorio emergió un destartalado Farfisa. Sople sobre las migas. Bloomfield, Goldberg, Kooper comparecieron ante mí.

Rehice la partitura marcando un 4/4 y disparando al vivace. Mucho mejor ahora: en el mundo del tiempo lo que prima es el ritmo. Les repartí las hojas.

- ¿A qué esperáis? Probad así.

Contundente y festivo, Mr. Tambourine Man se te clavaba en el cerebro.

“Wow, se puede bailar”, dijo al terminar Bob Dylan, mi nuevo incubo.