Estamos en una caja china, introduces en ella cualquier expresión en chino y obtienes la más perfecta traducción al castellano que imaginarse pueda. ¿La caja sabe chino?
Yo diría que sí. En el artículo fundacional de la Inteligencia Artificial (1950), Turing propone el siguiente argumento: una máquina puede pensar si sus respuestas a preguntas son indistinguibles de las de un ser humano.
Mi yo vive en una habitación atestada de la información necesaria para interpretar el mundo y reproducirlo mentalmente. De repente, por ejemplo, a la habitación llega un torrente de pixeles de colores. Mi yo dispone de reglas, estrategías de detección de pautas y símbolos y todo lo necesario para representar esa amalgama de la manera más informativa posible. El torbellino de pixels se convierte en una multitud manifestándose.
¿Importa que la caja sea consciente de si misma? La verdad es que para nuestros efectos no demasiado. Incluso puede uno especular, como Doug, que la autoconsciencia no es sino la consecuencia de multiplicar la complejidad del proceso. Llegaría un punto que, a modo de hipótesis, la máquina se plantearía la hipótesis de un Yo que sirve de sujeto a todo el proceso. E indefectiblemente, se autointerpretaría como ese Yo. (Y además obraría correctísimamente).
Ese no es el problema. El problema es que a mi máquina de pensar le sigue faltando algo esencial: la capacidad de preguntar.
La caja china, en mi humilde opinión, funciona perfectamente como espejo del mundo, como traductor a impulsos nerviosos del mundo. Pero le falta algo vital, le falta la capacidad de preguntar. Y yo no quiero que mi máquina responda como un humano. Quiero que la máquina se plantee las preguntas que se plantea un humano y las responda.
Es así que la construcción de una máquina de pensar apareja la necesidad de incorporar un nuevo artilugio capaz de proponer preguntas.
Dice Aristóteles el conocimiento nace del asombro.
¿Qué cosas desencadenan una pregunta en el cerebro humano?
Aquello que carece de sentido. Lo inefable, lo que aún no tiene nombre.
La máquina va escaneando la realidad, de repente tropieza con un conjunto de datos que no refieren unívocamente a ningún símbolo. Para salvar esta situación deberé dotar a mi máquina de un subprograma por el cual ante una lectura no satisfactoria de los datos se pregunte ¿esto qué es? y ponga en marcha el programa de proponer respuestas.
Bien, la cuestión no sería muy difícil (bastaría con dotar a la máquina de un evaluador de relevancia y un criterio se selección), si no fuera porque lo que tengo que conseguir es que en determinadas circunstancias mi máquina se decante por una opción, y en otras circunstancias por la contraria.
El mundo es así las más de las veces; contingente y hermoso, aunque algo cruel.
Antes pregunté qué suscita preguntas en el hombre y dije que lo que carece de un patrón y no se reconoce. Pero hay más, por ejemplo Tomita.
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