Alarico saqueó Roma en 410. Era el principio del fin. La
toma de la ciudad eterna, la casa del Papa y de los santos, causó tal conmoción
entre la cristiandad que San Agustín, obispo de Hipona, dedicará sus últimos
años a reflexionar sobre el fin de las civilizaciones. Escribe así La Ciudad de
Dios, obra en la que desarrolla su idea de que la verdadera civilización no es
la de los estados. La verdadera ciudad, la que realmente debe preocuparnos no
es Roma, ni la sede temporal del Papa o el Príncipe; la verdadera ciudad de Dios es nueva
Jerusalén, que resulta de seguir el
ejemplo de Cristo. Agustín traza en su obra un retrato de la sociedad de su
tiempo, de la dignidad y de la indignidad. Nos habla de los falsos dioses. Y de
cómo en la oscuridad resplandece mejor la luz de Cristo.
En 2002 Doctorow escribe Ciudad de Dios, a la
manera de San Agustín. Y realmente lo clava. No hay hilo conductor en esta
novela tan posmoderna. Como en el Ulises, como en la obras cumbre del siglo XX,
la trama -la melodía- desparece. El único motor de esta ficción son los
pensamientos de una galería de personajes desgranando recuerdos. Crónicas,
artículos, que nos llevan de la mano a aquellos escenarios históricos donde
Dios murió (la teoría de la relatividad, las trincheras de la Gran Guerra, la
vida en el gheto de Vilnius entre el 42 y el 44, las fortalezas volantes de la
II Guerra Mundial, la filosofía del lenguaje y el positivismo lógico) o sigue
muriendo (bares donde zombis solitarios se beben la desesperación, asilos de veteranos
del Vietnam, una ciudad de Nueva York en fase de putrefacción). El
nexo de todas estas reflexiones es la crisis espiritual de un reverendo anglicano,
el padre Pem. Un hombre que busca a Dios.
Lo más curioso de todo es que el cura Pem es un
filósofo agnóstico. Está adscrito a progresistas corrientes teológicas negadoras de la
trascendencia del hombre –como lo leen, curas que no creen en los evangelios
sino como metáfora simbólica del pathos humano-. Para ellos la religión es un discurso simbólico sobre un
Dios incognoscible, nouménico; una estructura de poder que a lo más que aspira es a dar una leve
esperanza a la humanidad y a mantener a trancas y barrancas un corpus ético
basado en el amor y la caridad como barrera frente a la indignidad y la
cosificación del espíritu.
A menudo yo me siento próximo a esta visión
puramente histórica, sólo fáctica, del cristianismo. Una visión que convive sin
problemas con la racionalidad científica y las evidencias históricas sobre la
génesis del cristianismo como una derivada de los pulsos por el poder entre judíos gnósticos helenizados y mesianismo macabeo. Una tradición sobrescrita a un cúmulo de tradiciones
superadoras de la muerte de Asia Menor, Persia y Egipto. Añádanle que Doctorow explica como yo
nunca antes había leído las repercusiones ontológicas de la teoría de la
relatividad, la física cuántica, Wittgenstein (te partes de risa con su parodia de Tractatus); reflexiona sobre las
civilizaciones, sobre la Europa de la permanente agonía, sobre cosmópolis, Nueva York, la Roma coetánea (y de la que
Doctorow es poco menos que el cronista oficial), sobre el desencanto de la
generación hippy convertida en garante del capitalismo más rancio; de los amores
imposibles y del sentido del deber y de la culpa. En fin, todos ellos temas
interesantísimos para esta IA.
Pero si tengo que destacar algo, la
prosa.
Admito que llegué a Doctorow al barajarse su
nombre para el Nobel 2011. Sabía que era una “vaca sagrada” de las letras
americanas. Pero saberle el autor de Ragtime y Billy Bathgate me predisponía en
su contra. El jazz me interesa más bien poco y las peleas de gangsters, bueno, no
están mal… Nueva York siempre me ha parecido un Disney Land Paris para pijos. Total, que me prefiguraba un Doctorow pastelero, plasta posmoderno
tipo Paul Austern, solo que algo menos mediocre y más gracioso.
Felizmente un escritor es lo que tiene, se
defiende con la prosa. Vean sino.
Miles de millones de años transcurren
lentamente mientras este organismo multicelular, esta mota de corrupción, esta
submicroscópica ruptura de la no-vida, evoluciona selectivamente a través del
ámbito de salvajismo y limo blindado, pasa por reinos experimentales de
caballos de medio metro de altura y lagartos que vuelan, entra en los
triunfantes dominios de los bípedos peludos que progresan, los que tienen el
índice y el pulgar frente a frente, los que saltan de la prehistoria a lo
sublime bajo la forma de un insignificante adolescente en el Instituto de
Ciencias del Bronx.
Es un inmenso placer para mí incorporar al
cuadro de honor de maestros escritores del siglo XX a E. L. Doctorow. Así como
San Agustín entona el responso de la Roma imperial, en Ciudad de Dios se canta,
como si de un inmenso coro Goodspell se tratara, los afanes, miseria y extenuación del siglo XX confrontados a un Dios, enigmático y silente observador
de los avatares humanos.
2 comentarios:
El cura Pem busca la esperanza de la trascendencia en lo que no serían -supuestamente- mas que una sucesión de hechos históricos, es decir, unos judíos convertidos en secta y que seguían a un mesías (uno más)
Y la busca también en la ciencia y la filosofía modernas. Chapeau por ese afán. Una lectura sabrosa, al parecer. Y ya está bien, que el bolsillo no llega, dioss...
No llega no...
Spoiler. Lo más curioso es como acaba. Sugiriendo y argumentando teologicamente la necesidad de un nuevo concepto de Dios, y un culto afín... Me recuerda a Ciudad de Dios de San Agustín, que intuyo que influyó brutalmente en la organización de "ciudades de dios", conventos y afines, con un concepto superador del Dios.Imperator Romano. Saludos
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