Pero el desastre llega para el kantismo con la aparición de geometrías no euclidianas. Sin entrar en detalles que me sobrepasan, recordaré, que para Kant, que las matemáticas fuesen universalmente válidas derivaba de su íntima conexión con un espacio-tiempo absoluto, que sólo puede ser concebido como un ámbito bidimensional atravesado por un tiempo igualmente unívoco.
Así las cosas, allá por 1860 convergen los trabajos de algebra de Boole y teoría de conjuntos de Dedekind, Cantor y Frege. Este último, un oscuro profesor de Jena, toma sobre si la responsabilidad de, primero, probar que la lógica es formalizable en términos de teoría de conjuntos; segundo, la aritmética es formalizable en términos de teoría de conjuntos. Conclusión, la aritmética es una “cara” de la lógica. Conclusión, toda proposición aritmética puede demostrarse en su totalidad a partir de la lógica. En términos kantianos, la aritmética proporciona juicios analíticos en los que el predicado está implícito en el sujeto (de igual forma que si A es igual a B y C es igual a B, la afirmación C es igual a A es consecuencia las afirmaciones anteriores).
Esto salva a quienes sostienen que las matemáticas (al menos la teoría de números) son una suerte de matriz que el entendimiento aplica sobre la realidad. Facilitan verdades universales y necesarias porque se derivan de las mismas leyes lógicas que convierten el pensamiento en significativo. Todos a respirar tranquilos otra vez.
Así las cosas, allá por 1860 convergen los trabajos de algebra de Boole y teoría de conjuntos de Dedekind, Cantor y Frege. Este último, un oscuro profesor de Jena, toma sobre si la responsabilidad de, primero, probar que la lógica es formalizable en términos de teoría de conjuntos; segundo, la aritmética es formalizable en términos de teoría de conjuntos. Conclusión, la aritmética es una “cara” de la lógica. Conclusión, toda proposición aritmética puede demostrarse en su totalidad a partir de la lógica. En términos kantianos, la aritmética proporciona juicios analíticos en los que el predicado está implícito en el sujeto (de igual forma que si A es igual a B y C es igual a B, la afirmación C es igual a A es consecuencia las afirmaciones anteriores).
Esto salva a quienes sostienen que las matemáticas (al menos la teoría de números) son una suerte de matriz que el entendimiento aplica sobre la realidad. Facilitan verdades universales y necesarias porque se derivan de las mismas leyes lógicas que convierten el pensamiento en significativo. Todos a respirar tranquilos otra vez.
Frege dedicó la vida entera a este propósito: el logicismo. En el diccionaro Oxford de Filosofía se compara a este oscuro –en vida- profesor con un nuevo Aristóteles. Un gigante de la ciencia. Lo fue.
Obviamente, sus obras apenas estaban al alcance de unas decenas de estudiosos. No llegó a catedrático –se jubiló ante la indiferencia general como modesto profesor de matemática, a su vez, Frege era hijo de un humilde profesor-. Un bicho raro que solamente pensaba en dar forma a su proyecto intelectual. Para todo lo demás, dependía de su amada esposa, única frivolidad que Frege se permitió a lo largo de la vida.
No era un profesor muy popular (como ya habrán podido imaginar). Le hubieran tildado de loco si no fuera porque los matemáticos más reputados de su tiempo se maravillaban ante la potencia de su trabajo. Eso le permitió ir publicando artículos y, en la última parte de su vida, su obra maestra. “Las leyes básicas de la aritmética”, que en dos volúmenes sentaban de una vez por todas que la aritmética es un aspecto de la lógica.
La primera parte se editó en 1893. Entre sus lectores, un joven aristócrata, heredero de una de las familias más ricas y de abolengo del Reino Unido, Bertrand Arthur William Russell, III Conde de Russell. En 1902, cuando Frege repasaba las galeradas del segundo tomo, Russell remite carta a su maestro Frege, señalando el descubrimiento de una profunda contradicción en el concepto de clase, indisociable para la definición “logicista de número” (Frege definía cada número como una clase específica de conjuntos).
Russell descubre que aplicando la definición fregeana de clase se obtienen paradojas como la clase de todas las clases que nos se contienen a si mismas, falsa si es cierta y cierta si es falsa.
Resultado: las proposiciones aritméticas no son siempre demostrables desde la lógica. Las proposiciones aritméticas no siempre pueden demostrarse. A veces resultan "ilógicas".
Desolado, Frege se enfrenta al naufragio de su objetivo vital.
Me lo imagino verificando una y otra vez la paradoja descubierta por su brillante, rico y famoso discípulo, el hombre que acaba de hundir la lógica de su propia oscura, humilde y modesta vida.
En un arranque de honestidad por el que merece el respeto de los sabios, Frege manda imprimir un prólogo al segundo volumen de las “Leyes…”
Empieza así:
“Difícilmente puede haber algo más indeseable para un científico que ver el derrumbe de sus cimientos justamente cuando la obra está acabada. Una carta del Sr. Bertrand Russell me ha puesto en esta situación...”
O en otros términos.
A Frege le cupo el triste de destino de publicar un libro sobre la verdad última de las cosas. Un libro en cuyo prólogo léemos:
“Lo que afirma este libro es verdad sólo si es falso”.
1 comentario:
Ep... Molaban más las fotos del post anterior
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