sábado, 24 de noviembre de 2012

La democracia secuestrada



Así pues, en este momento y en este país, una política autónoma de los intereses de los bancos (que son los que realmente están imponiendo el tempo económico) pasa ineludiblemente por adelgazar el estado y optimizar recursos.

Ahora bien, en tiempos de crisis, no parece lo más sensato ni cocer a impuestos a las clases medias, ni reducir las estructuras de apoyo a los más pobres, mermándoles la calidad de la sanidad, la formación, las pensiones…

Se podría (teóricamente se podría) combatir el fraude fiscal. Se podrían habilitar políticas de inducción al consumo. Pero sobre todo se podría atajar por lo sano dispendios públicos sin pies ni cabeza.

Digámoslo claro. Hoy, las comunidades autónomas controlan más de un millar de empresas de capital público al exclusivo fin de sortear la burocracia que ellas mismas han generado. Empresas de gestión de recursos territoriales, control de calidad, organización de eventos, externalización, gestión de espacios públicos… La lista es alucinante y tiene su correlato en otras tantas gestionadas desde la administración local. La inmensa mayoría de estas empresas no sirven para otra cosa que para politizar determinados campos de la función pública e instaurar unas redes clientelares. Más claro: colocar a amigos y parientes, dotar de suculentos retiros a personal político que se ha ido quedando por el camino, dar viabilidad económica a las aparatocracias de los partidos.

Es un escándalo.

A la vez, en la administración pública se paga (cuando se paga) a sus proveedores por encima de la realidad del mercado. A la vez, el salario medio en la administración pública se sitúa en una media de mil euros por encima que en la empresa privada (para no ser demagógicos en este punto, habría que señalar que estas descompensaciones tienen mucho que ver con el sobrepago a las cúpulas político—funcionariales).

¿Por qué no adelgazar por ahí?
Porque eso supondría desmantelar las partitocracias.

Imaginen a Oriol Pujol llamando al consejero delegado de Gestió de Espais i Congressos del Gironès. Supongamos que el CEO en cuestión es un tal Miquel. 50 años. Fue cabeza de lista por CDC en unas municipales. Luego fontanero y desde ahí terminó como CEO de Espais i Congressos, con 66.000 de sueldo bruto al año, que Miquel redondea con otros 10.000 que le sopla a la Universidad de Girona por participar en un par de jornadas (Miquel es buen amigo del Vicerrector de Extensión Educativa). Miquel tiene dos hijos, una hipoteca y una mujer con trabajo a media jornada como administrativa en la empresa de la mujer de su asesor legal en Espais i Congressos.

Hola Miquel —dice Oriol—, estás despedido.
Hola Oriol. ¿Y qué hago yo ahora?
Tú sabrás.

Oriol sabe que estas decisiones solo se pueden adoptar ocasionalmente. Un desmantelamiento general de las empresas públicas y que afecte a centenares de militantes incardinados en el aparato político, redundaría rápidamente en la elaboración de listas alternativas al oficialismo avaladas por los descontentos. El partido probablemente se resquebrajaría. Eso por no hablar de que son los Miquel y sus donaciones porcentuales de sueldos (además de otras cosas de las que no se puede hablar) los que financian al partido. Los que llenan los auditorios cuando hay elecciones. Lo que agitan las banderitas para que Oriol se luzca. Los que obedientemente ponen en circulación las consignas.

Lo mismo pasará si Oriol decide poner a dieta a los cargos públicos, y apelando a esa patria que él dice amar tanto, les diga: hasta que no dejemos los números rojos, cobraréis 1.800 euros máximo de la cosa pública. A tíos que se están llevando 3.000, 4.000, 6.000 euros al mes no les puedes hacer eso impunemente.

Es por esa razón que somos esclavos de los bancos. El Estado no sabe adelgazar. El ciudadano no está apuntando correctamente su indignación. Los políticos corajudos, los que podrían desarrollar la operación “Catarsis”, o no existen o hace años que fueron depurados y sustituidos por Miquels y Oriols.

Siempre es el factor humano, siempre.

Vivimos pues en un nuevo feudalismo. Las clases medias y bajas están dominadas por una nobleza político—funcionarial que lo único que no puede hacer es depurarse a sí misma. Eso nos lleva a la dependencia extrema del poder bancario internacional hasta que no generemos excedentes económicos. Eso nos conduce inexorablemente a hipotecar nuestra condición de ciudadanos libres. Eso fomenta ideas alienantes como los independentismos o radicalismos, que a modo de catalizadores aceleran el proceso de putrefacción del todo. Puede ser la muerte de la democracia en el Sur de Europa.

Perdonen que les estropee el día. Esto es lo que hay.

3 comentarios:

Frankie dijo...

Esto es lo que hay y lo que viene habiendo desde que se lanzó el boom idiota del ladrillo. Según un artículo que leí, se construyó un parque inmobiliario cerca de tres veces superior a la demanda existente y previsible.

Y todo politicastro metido en las cajas, banquero avaro y ciudadano anumérico que pudo apuntarse lo hizo. A por la casita y a por préstamos "facilones". Entre anuméricos y corruptos nos han dado bien.

Frankie dijo...

Y las partitocracias, claro. Tanta empresa pública era la solución a aquella pregunta tan española, después de haber ganado las elecciones locales respectivas: "¿Qué hay de lo mío? Ese carguito que dijimos, ya sabes..."

Sr. IA dijo...

En efecto. El boom benefició -ante todo- a los bancos ante el absoluto lassez faire de unos y otros, demasiado obcecados con colocarse. El hipotecado, hombre, pecó de tonto, el pobre, pero se supone que pagaba a toda una caterva de "listos" para preservarlo. Fue vilmente traicionado por el sistema. Y sigue siendo, que es lo más triste. Un saludo Frankie. Vendrán tiempos mejores.