Al terminar 2666, de Roberto Bolaño, uno se queda con esa
sensación de orfandad. ¿Qué leeré ahora? Y es que estamos ante una novela
torrencial, inmensa, de las que te hacen disfrutar y aprender. Literatura de la
buena, de la que apenas se publica.
Sin embargo, no puedo dejar de compararla con Los Detectives
Salvajes, novela que me gustó más. Luego digo porqué.
2666 son cinco novelas en una aglomeradas por un universo
literario muy particular, con mil claves y leitmotivs surgiendo de improviso
como una emboscada en una jungla de palabras. Eso hace que las cinco novelas
compartan un mismo ADN. En este sentido, felicitar a Anagrama por, pasando del
parecer del autor, servir las cinco historias en un mismo volumen. En efecto,
es la misma agua de un mismo río. De hecho, y salvo los Detectives, las otras
dos obras de Bolaño que he leído -III Reich y Los Sinsabores del Verdadero
Policía-, se me antojan ahora partes perfectamente intercalables en 2666. Esa
es la magia de Bolaño.
Hablamos de leitmotivs, de un universo común. ¿Cuál? Ardua
pregunta. ¿Cómo caracterizar el universo de Bolaño? Este esfuerzo me sobrepasa,
se precisarían unos críticos tal que Pelletier, Espinoza, Morini y Norton para empezar
a vislumbrarlo.
Nihilismo
Pero allá vamos. En primer lugar, el tema central es el tema
central de la literatura del XX (la portátil, en términos de Vila Matas). La
confrontación del individuo contra el sinsentido de la existencia. Todos los personajes importantes de 2666 (los
que sueñan) están en ese castillo kafkiano en el que todo parece llevar al
mismo sitio, o sea a ninguno, o sea al sexo. Frente a esa sensación de
desamparo surge, a lo Schopenhauer, la literatura como una posible solución al
enigma. Al final, de lo que se trata, parece decir Bolaño, es conseguir la Puta
Obra Maestra.
Naturalmente ese desamparo se percibe mejor cuando vives en
el infierno, ya sea el frente oriental de Reiter-Acimboldi, ya en Ciudad
Juárez-Santa Teresa, donde la corrupción, desidia secular, intereses
contrapuestos y machismo feraz encuentran un chivo expiatorio en la depravación
más abyecta. El homicidio con tortura y violación de
niñas-adolescentes-mujeres. Como dijo Bolaño, es como si para escapar del
aburrimiento existencial solo quedara una alternativa: el mal.
La literatura y la vida se entremezclan de un modo irracional
y salvaje, con apabullantes apariciones de lo onírico que, paradójicamente,
iluminan la situación; la ordenan y comprendes (o crees que comprendes o
deberías comprender).
Humor
Sostengo que todas las obras maestras, todas sin excepción
(obviamente no considero a Kafka uno de los grandes) están preñadas de sentido
del humor. De Joyce a Proust, de Cervantes a Homero. 2666 no es una excepción.
Por ejemplo, el retrato que se nos hace del mundo académico es de una
socarronería desarmante. El mundo policial de Santa Teresa, ni les cuento.
Hasta la extraña vida de Reiter va punteada de momentos hilarantes, corrosivos,
donde se diría que Bolaño fija una mirada sarcástica –a lo Cèline- sobre el
mundo.
México
¿Y dónde mejor que en México? ¡Qué extaño país, ¿no es
cierto?! México es a Bolaño lo que
Macondo a García Márquez. Sus élites pretenden el empaque de la vieja Europa,
sus clases populares el lustre del vecino norteño. El resultado es un
macrocosmos único y salvaje. Adorable y repugnante. Donde se venera a la Santa
Muerte y se beben licores aromatizados con gusanos venenosos. (Pag 761, ed.2004). “Primero tratas
de mejorar desde fuera, luego crees que si estuvieras dentro las posibilidades
reales de cambio serían mayores. Al menos uno cree que desde el interior va a
tener más libertad de acción. Falso. Hay cosas que no cambian ni desde afuera
ni desde dentro. Pero aquí viene la parte más increíble (y me da lo mismo que
sea la historia de nuestro triste México o de nuestra triste Latinoamérica).
Aquí viene la parte in-cre-í-ble. Cuando uno comete errores desde adentro los
errores pierden su significado. Los errores dejan de ser errores. Los errores,
los cabezazos en el muro, se convierten en virtudes políticas, en contingencias
políticas, en presencia política, en puntos mediáticos a tu favor. Estar y
errar es, a la hora de la verdad... una actitud
tan congruente como agazaparse y esperar. No importa que no hagas nada,
no importa que la riegues, lo importante es que estés. ¿Dónde? Pues ahí, donde
hay que estar. Así fue como yo dejé de ser conocida y me hice famosa”.
Metaficción
Bolaño es la culminación, a mi modesto entender, de este
subgénero literario en el cual lo literario y lo existencial juegan a diseñar
laberintos. Lo primero que se lee en 2666 es “La primera vez que Jean-Claude
Pelletier leyó a Benno von Arcimboldi...” Ahora bien, a calidad de la metaficción es el material
literario de partida, en este sentido, nadie parece haberse abastecido de mejor
munición que Bolaño. Bolaño todo lo ha leído, narrativa magufa sudamericana
(ese zumbado que sostiene que los aztecas son una raza extrarrestre), la
ciencia ficción estalinista, poesía rumana tardo romántica, rusos, alemanes,
rancios españoles de los 70, rarísimos poetas alejandrinos... Y así... Superbolaño: un tipo capaz de
escribir sin fichas ni wikipedias la historia de la literatura universal
empezando por Andorra y acabando por Zimbawe. Pasmoso. Eso en cuanto al
contenido, en cuanto a la forma, y como Cervantes, Bolaño y pocos como Bolaño
saben convivir con los dialectalismos, con los diferentes niveles coloquiales.
Vale, me hago cargo que, en el fondo, es un sistema, un
truco, una manera de narrar... pero ¡Santa Madre de Dios!... Es que al lado de
Bolaño, grandes lectores como Vila-Matas parecen alumnos de la ESO. Parecen.
¿Cómo concibe Bolaño la literatura?
Un episodio altamente bolañoso. Quien marca la pauta, quien
sienta las claves de la teoría literaria subyacente en 2666 es el viejo
novelista fracasado que vende su máquina de escribir al joven Arcimboldi. El
que te da la herramienta, el dios creador de este universo. Un oscuro librero
centroeuropeo.
Nos dirá que la literatura es un inmenso bosque de árboles
que ocultan las Grandes Obras Maestras. Cada libro es un pino, un árbol más,
escrito por uno que cree escribir lo que escribe, siendo en realidad que
escribe al dictado. Novelistas más o menos aseados, correctos, hasta
interesantes pero que en rigor, no dicen nada propio. Pues no es su alma la que
se nos revela en sus escritos. Sin embargo, tienen un papel trascendental en el
Plan Literario Final (como suena a Vila-Matas esto): la ocultación. Y es que la
literatura es un bosque de papel, necesitamos esa frondosidad como contexto de
lo sorprendente, del lago que repentinamente se abre junto a un río de belleza
insoportable, de la quebrada que se desploma, del árbol gigante caído que, de
improviso, topamos en el camino. Estas panorámicas carecerían de sentido sin la
modesta aportación de jornaleros peores y mejores, mediocres todos. A los que
podemos odiar o querer, difícilmente recordar.
Naturalmente, la pretensión de Bolaño, como escritor de
casta que es, es construir él mismo ese paisaje sobrenatural en medio del
bosque. A ello dedicó su vida y pienso que lo consiguió. El árbol de Bolaño es
diferente, muy alto y con cuajo, de ramas cargadas de flores blancas y negras.
2666 versus los Detectives Salvajes
No sé si 2666 conseguirá algún día ese estatus. Pienso que
Los Detectives Salvajes se aproxima más a ese ideal. La razón es clara:
artificio.
Aún teniendo la increíble capacidad de fabulación de un
Bolaño, no es lo mismo fabular sobre una historia oída que sobre una vivida en
carne propia. No es lo mismo el memorial del guerrero que sobrevive a la guerra
que la historia del guerrero recreada por su fabulador. En la segunda queda
siempre un poso de artificio. Es la distancia que hay entre testimoniar y
documentarse. Por ejemplo, el menage a trois de los críticos arcimbolianos es
harto revoco, hay que leerlo en clave metaliteraria para que funcione. Lo mismo
el del redactor negro metido de gañote en una pesadilla de coca y mezcal. Algo
mejor las vivencias bélicas de Reiter (se nota que ahí la documentación fue,
sencillamente, bestial, solo al alcance de un gran jugador de rol).
Esto en los Detectives no pasaba. En los Detectives, Bolaño
reportajeaba el tránsito por el underground de toda su quinta, un tránsito que
él mismo padeció y disfrutó. Es la veracidad, la distancia existente entre lo
documentado y lo vivido. Por eso me gusta más los Detectives... Es parecido,
horas y más horas de metaficción, pero el sustrato es tierra de primera
calidad, hecho con el estiércol acumulado en el paso de la adolescencia a la
madurez.
Un final precipitado
Y luego está el final. Acelerado. Como si el autor se
dijera, bueno, vamos a acabarlo de momento y luego ya lo cerramos todo como
Dios manda. No es que esté mal, nada de eso. Es formidable. Pero se nota que se
ha dejado cosas en el tintero, muletas con las que acompañar el último pase,
por ejemplo, la conexión entre los sueños de Haas y Reiter-Arcimboldi, que se
quedan suspendidas en el aire, como una promesa de salto de trampolín que al
final se aborta en la pasarela.
Tampoco se puede pedir más al mártir Bolaño. Él mismo pagó
un precio salvaje por perseguir a esa hija de puta llamada “gloria literaria”.
Donde otros mejores que él se rindieron, pasando a engrosar la lista de
acomodados, él siguió erre que erre hasta el final. Pero hay desaliño en el
apresurado cierre de la historia, como si al presagio de la Parca, Bolaño
quisiera resarcir a los suyos por tantos y tantos sacrificios con una última
novela coherente que le asegurara royalties por un tiempo. Como siempre, la
vida y la literatura van de la mano.
Nuestro protagonista se encuentra en una heladería con un
viejecito. El viejecito le explica que toda su fortuna se remonta a un
bisabuelo suyo, un literato meritorio, hoy olvidado, protagonista de una vida
de aventuras. En su madurez, y para ir tirando, regentó una heladería cuyos
helados son hoy un icono mundial. De los poemas del bisabuelo nadie se acuerda.
Ingrata hija de perra, la literatura. ¿Eso nos quiere decir
Bolaño? ¿O qué al final, y gracias a un bagaje de lecturas y aventuras, el
bisabuelo supo crear un producto excepcional, humilde tal vez, pero capaz de
vencer al mismísimo tiempo? ¿O las dos cosas? ¿O nada?
Lo dudo.
Solo sé –para terminar- que me descomponen los buenos
lectores que me dicen, “no me atrevo con Bolaño”. Los comprendo y, en parte,
los compadezco. Ellos buscan en el libro una identificación con un
protagonista; a través de la conexión mental que permite el lenguaje vivirán
las aventuras del otro, y ya está (que no es poco, si se hace bien). Por así
decir, lo que ellos buscan en un bosque es un árbol confortable a cuya sombra
sentarse y deleitarse de la espesura, tal vez sestear a la temperatura ideal, a
la luz ideal. Me parece muy bien. Pero los buscadores de tesoros los miramos
condescendientes, como si de repente midiéramos seis metros. No es eso chaval,
no es solo eso... Si te quedas a sestear a la sombra del árbol, nunca llegarás
a la gran catarata.
Y con este holderliano pensamiento me despido de ustedes,
para, barrunto, otra larga temporada.
De momento-y tras algún tropiezo (por ejemplo, qué malo
es Henry James y qué bueno Sandor Marai;
otro tropiezo, me he quedado sin ciencia ficción) ya he solventado la pregunta
con la que empecé. 20 Años Después, de Alejandro Dumas. Sensacional.
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