Salomo Maimon, 1747-1800Si Kant es Elvis, el papel de los Sex Pistols le corresponde a Salomon Maimon, oscuro filósofo coetáneo a Kant que me cae particularmente bien.
Era Salomon Ben Joshua un estudiante del Talmud en un pueblo judío de la Lituania polaca, en las cercanías de Mir, en plena Bielorrusia actualmente. A los 11 años algo pasa -en algún artículo leo “una extraña situación entre dos madres digna de una comedia” (y ya perdonarán la imprecisión, pero no se crean que el tal Maimón es muy popular)-. Se sabe que le casan a los doce. A los catorce ya tiene un crío y tanto su mujer como su suegra le apalean de modo regular, según denuncia Maimón en su autobiografía (que increiblemente no se ha publicado en español).
Los observatorios para la igualdad no debían contemplar estos casos. Es así como el maltrato de una suegra derivará en uno de los carrerones filosóficos más estimulantes.
Harto de fregar y de barrer, y tras asomarse a la filosofía alemana, bien distinta al Talmud, Salomon se escapa de casa. Fascinado por el que será su libro de preferencia, la “Guía de Perplejos”, del cordobés Maimonides, cambia de nombre y prueba suerte pululando por los círculos judíos de Berlín. Estamos en 1770 (Kant no publicaría la Crítica hasta 1781). Maimon es expulsado de la sociedad judío por crápula y hereje. Va pululando (y no quiero ni pensar en qué condiciones) por Alemania. Forma parte de la primera hornada de estudiosos de Kant y más o menos se va ganando la vida como difusor del kantismo. En 1790, un comentario de Maimon llega a manos del viejo prusiano y éste se admira de la sagacidad del comentarista.
Maimon muere, devenido el filósofo personal de un aristórcrata (lo que hoy llamaríamos un coatch manager) a los 47, en 1800, cuatro años antes que Kant. Para entonces, los epígonos del kantismo –muy especialmente Fichte- le consideran junto con Reinhold (el maestro illuminati y gran divulgador del kantismo) el contemporáneo que mejor ha entendido al maestro.
Un alumno un tanto cabrón, Maimon, si me permiten. Personalmente, sospecho que estamos ante el primer nihilista del kantismo.
Véamos. Clave al kantismo es que no existe concepto sin intuición, ni intuición sin concepto. No se puede conocer desde la nada. Y es esencial: el idealismo trascendental –Kant- busca apuntalar nuestro conocimiento científico trascendiendo la idea y anclándose en la experiencia, esa que procede de una cosa en si incognoscible pero condición de posibilidad de mi experiencia.
De esta manera, Kant salvaba la capacidad de nuestro conocimiento de hablar de la realidad. En efecto, tal vez no sepamos que es la cosa en sí, pero hay que suponer una entidad de la que proceden nuestras intuiciones.
La primera y certera pedrada de Maimon es ¿Cómo que no existe un concepto sin intuición?, tal como lo explicas querido profesor Kant, la intuición YA ES una representación, un concepto. Viejo y admirado Kant, no estás salvando nada de nada.
El tema estaba en el aire, el propio Kant era consciente de esa lectura dual, que intenta arreglar en 1787 (en la edición B de la Crítica de la Razón Pura).
Para entenderlo algo mejor, pongamos que usted es Leonardo di Caprio (Kant) y yo soy
Tom Berenger. Sueñas que sueñas, eso es todo, dice Leonardo, a lo que el otro replica, ¿y si resulta que sueño que sueño es un sueño….? ¿Cómo sé que no me voy a despertar en un sueño?
Es entonces cuando Fichte se arremanga la camisa y pega un fenomenal golpe encima de la mesa.
¡Basta! –dirá el fogoso filósofo- El análisis de Maimón es el bueno. Hay en Kant un problema. Así que vamos a prescindir de la realidad. A lo que debemos atender es si nos basta y nos sobra con nuestra realidad en tanto que representación y ver cómo el conocimiento que extraemos de tales representaciones es un conocimiento válido. Y yo os voy a demostrar que sí. Nunca sabremos qué son las cosas en sí (algo en lo que estamos todos de acuerdo), sabemos que nuestras representaciones se pueden articular en un discurso lógico que emana, como un lenguaje formal, de un axioma indeterminado (el primer principio, la piedra filosofal de la ciencia): La autoposición del Yo.
Y yo, Fichte, voy a deducir de ahí las categorías. Ni experiencia ni leches. La ciencia surge de la racionalidad en sí de mis representaciones y se despliega como un fractal espiralizado a través de una dialéctica de tesis, antítesis y síntesis a partir de la autoposición de un yo.
Retraduzco. No importa si no sabemos a ciencia cierta, científicamente si esto es un sueño, el sueño del sueño, o qué… Sabemos fuera de toda duda que puedo articular un discurso científico en el nivel X del sueño basado en una lógica que pendé de un primer principio indeterminado: mi autoposición como yo. La consciencia del Yo funda el conocimiento. La realidad viene marcada por eso, porque es el nivel en que Yo me pongo como yo y devengo un ser autoconsciente.
Así que supongamos que sueño que soy un ser autoconsciente que sueña que es autoconsciente, pues bien, la realidad cintificable es ese primer nivel en el que ya te estás poniendo a ti mismo como autoconsciente. El anterior (si existe) no es lógicamente válido. No nos interesa. No podemos hablar de él (no al menos científicamente)
Por así decir. Nuestra ciencia se corresponde al dial 102.3 de la FM, podemos atisbar especulando un tanto y decodificando el ruido que música suena entre el 100,1 y el 104, 3, pero ni la más remota idea de que música escuchan los alienígenas que están en 79,1 de la frecuencia. Pero es que ni idea…
No necesitamos música alinígena para vivir nuesta cotidianidad: funciona. Punto. Lo que aquí interesa es salvar un principio de racionalidad que permita fundamentar un saber universal y necesario sobre las cosas (sean lo que sean).