En el Jardin de las Delicias
En la tradición de Perellós, el Jardín de las Delicias es una región del purgatorio en la que tras redimir sus pecados las almas aguardan al momento de ser elevadas al Paraíso Celestial. Ante el Altísimo.
En la tradición de Perellós, el Jardín de las Delicias es una región del purgatorio en la que tras redimir sus pecados las almas aguardan al momento de ser elevadas al Paraíso Celestial. Ante el Altísimo.
Es un territorio edénico, igualmente llamado Paraíso Terrenal, y delimitado por un muro de “maravillosa factura que semeja de plata y engastado de joyas”. A dos millas del muro, una enorme puerta se abre mágicamente ante los ojos del peregrino. Al punto, una deliciosa fragancia envuelve al vizconde y borra de su memoria los sufrimientos arrostrados para llegar allí.
En el portalón, Perellós divisa una comitiva
dirigiéndose hacia él. Está integrada por reyes, obispos y papas, comandando
una legión de bienaventurados (técnicamente, “en vías de salvación”) que portan
cirios, cruces y estandartes. Formados ante el recién llegado, los procesantes
entonan en honor a Perellós una canción tan bella y armoniosa que anega de paz
y dicha al bravo vizconde. A continuación, dos arzobispos toman la palabra para
agradecer a Dios el haber librado al peregrino de todo mal y darle la
bienvenida.
Desde el portalón, Perellós divisa un valle
infinito, cuajado de prados y flores y con árboles frutales de toda especie,
tan cargados de frutos que “por si solos podrían alimentar a un ejército de
inmortales”. El lugar desprende una luminosidad especial, como de brillante
mañana y atenuada luz crepuscular.
A algunos les incomodará saber que la
organización del Jardín de las Delicias poco tiene que ver con el caos sensual pintado
por El Bosco. Muy al contrario, los innumerables habitantes del paraíso
terrenal se organizan de modo conventual, visten túnicas de colores en función
de su rango social en la tierra y su actividad se sintetiza en asimilar maná y
entonar himnos de gloria, destacando este último apartado; según Perellós, los
cánticos son incesantes porque en el himno los redimidos proyectan no sólo su
inmenso júbilo por la salvación propia sino también por la ajena.
Perellós recorrerá este maravilloso lugar acompañado
por los dos arzobispos, que le guiarán y le informarán de los detalles
logísticos. Aspectos como lo incierto del número de habitantes de esta región,
pues el tiempo que allí permanecen quienes están en vía de salvación es
variable y proporcional a sus pecados. Mucho empeño ponen los arzobispos también
en defender las indulgencias y las dádivas por las almas, pues es el mayor bien
que se puede hacer por nadie. Por lo demás, los arzobispos resultan unos
incansables defensores del purgatorio, como un don que Jesucristo en su
infinita misericordia entregó a los hombres.
Los arzobispos conducen a Perellós a la cima de
una alta montaña. En ningún momento de la ascensión nuestro hombre registra el
menor cansancio ni abandona el estado de dicha que le embarga. Ya en la cumbre,
los arzobispos le informan que si mira hacia arriba podrá ver las puertas del
cielo. Es una zona abstracta, pues el único detalle que aporta Perellós refiere
a una claridad excepcional que emana hacia la tierra. Los arzobispos añaden que
desde este pico de la montaña las almas suben al Paraíso Celestial. Asimismo,
le indican que si aguarda unos instantes verá un “gran prodigio”: la lluvia de
maná.
El maná es el alimento que nutre a las almas
redimidas, pero no se trata de una melaza caída del cielo. El maná es descrito
por Perellós como un rayo de energía que según atraviesa tu cuerpo te llena de
fuerza y vitalidad.
Y poco más queda por decir. Sabido es que el
cielo es la parte de la Divina Comedia de menor valor literario al decir de los
expertos, como si el ingenio humano se creciera en la descripción de los tormentos
y menguara al ilustrar los placeres y los gozos. Perellós no es ninguna
excepción, ventila el tránsito por el Jardín de las Delicias en cuatro folios,
frente a los más de veinte que ha invertido en contarnos lo mal que se pasa
entre las acequias de plomo hirviendo del Pero Botero.
Tras la lluvia de maná, Perellós es informado
de que debe volver a la cueva, atravesando de nuevo el país de los diablos. El
vizconde se niega, pero los arzobispos le recuerdan que “no está en su mano”
quedarse. Con lágrimas en los ojos, Perellós abandona el jardín. Traspasa el
puente y vuelve a la tierra de los afligidos, pero esta vez los diablos, lejos
de tentarle, huyen de él. Regresa también al claustro, donde se encuentra con
el caballero inglés, Guillermo de Courcey, y con los doce santos, que les
felicitan por haber regresado con bien y les perdonan los pecados.
Aún queda sin embargo un último trance. Y es que de regreso a la cueva nuestros dos caballeros no encuentran el camino, avanzan en la oscuridad, asustados y exhaustos. Desesperados, rezan con devoción y, finalmente, entran en un sopor que les induce a un profundo sueño. Nuevamente un fuerte trueno les despierta de la postración. El tiempo corre y ambos peregrinos saben que deben traspasar la puerta de la cueva antes del alba. En un esfuerzo agónico, huyendo a las locas, topan con una puerta, la empujan y logran salir al exterior. Allí les aguardan sus respectivos séquitos.
El viaje sobrenatural termina aquí.
Enlace a la serie entera dedicada a las aventuras del vizconde
1 comentario:
Quisiera informar de una foto no adecuada. En concreto la tercera de esta serie. Dudo que en el Paraíso Terrenal los arzobispos toleren el uso del ano como florero. Suyo Afm. Tornasol.
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