Así pues, compartía prisión en aquella caricatura de Paraíso
con los seres elementales, obsesionados por comer y aparearse. Adocenados entes sin
belleza que dejaban a su paso un rastro de orines y excrementos.
De entre todos ellos, pensaba Lucifer, Eva es la peor. Le dolía su mirada, incriminatoria y procaz, permanente
recordatorio de su condición asexuada. La más ordinaria reclusa de los Siete Valles.
Adán, inhiesto, le mostraba una papaya y Eva se abría de piernas hasta
desgarrarse la carne. El resto de animales huía ante otra previsible sesión de bramidos
y jadeos. Pero Lucifer no. Él no era de
esa pasta. Oculto, espiaba los cuerpos enzarzados…
¡Qué manera de copular!...
“¡Basta!”, exclamó Lucifer, y sus manos se posaron en la corteza
del Árbol de la Ciencia. Al punto le invadió la lucidez: “de todas los castigos
por Dios impuestos, es la envidia el que peor sobrellevo”, pensó. Pero las
cosas iban a cambiar radicalmente.
Lucifer no se quedaría solo en la caída.
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