Rodolfo Martínez es uno de los mejores novelistas de este
país. Tampoco es tan difícil serlo, porque los escritores de este país son malos
como el veneno, simples como una pinza de madera y, en general, originales como
el que le prepara los discursos al Rey. Para ilustrarlo, nada mejor que
recordar como empiezan el 50% de las presentaciones de libros. “No he
pretendido ser original, porque esto en literatura es imposible, pero…”
La IA ruega a a los escritores con pretensiones de “no-originalidad”
que al menos no lo digan. Ya es triste ser más mediocre que la moda
estandarizada como para encima andar por el mundo con la manifiesta intención
de repetir lo que otros ya han dicho.
Bueno, no es el caso de Rodolfo Martínez, novelista
de oficio y, lo que es más importante, rompedor y original. En 2009, tras
escribir una serie de novelas inspiradas en el mundo de Sherlock Holmes (y qué a
esta IA no le han interesado lo suficiente como para empezar su lectura) escribió otra serie ambientada en un
mundo realmente especial. Estoy hablando de El Adepto de la Reina y la segunda
entrega de la saga,
El Jardín de la Memoria. Novelas en las cuales se
desarrolla uno de los universos literarios más sugestivos de la ciencia ficción
actual.
El adepto
empírico Yáxtor Brandan tiene un don. Su cuerpo genera mensajeros en cantidades
desorbitadas. Más aún. Es capaz de utilizarlos para enfrentarse a casi
cualquier cosa y salir con bien de casi cualquier manera. Obviamente, para llegar a tamaña maestría, Brandan,
Yáxtor Brandan, ha sido concienzudamente entrenado/programado por la camarilla
de la reina de Alboné. Un entrenamiento/programación no exento de sus zonas oscuras, con
recuerdos mortificantes blindados en lo más profundo de la memoria, y tendentes
a crear un superhombre con una fidelidad a la reina predeterminada desde lo más
hondo de los genes.
He aquí el hombre. Vayamos a por el Macguffin, el
artefacto literario, los mensajeros.
Los mensajeros son partículas, mónadas
leibnizianas, nanotecnología, cábala alquímica o directamente magia. No está claro. Martínez, de talentosa manera, no
solo no va a escribir ningún tratado al respecto, sino que se convierte en celoso custodio del secreto, de
donde algunos sospechamos que el esclarecimiento de la ontología implícita es
el verdadero hilo conductor de la serie.
Desde luego, si es magia, no es la magia potagia
de la literatura fantástica. El mensajero es como una molécula orgánica de electricidad
proactiva, una suerte de partícula, que debidamente secretada (o manipulada a
través de un artefacto, a su vez generado o mediatizado por los mensajeros) sabe
qué hacer para, por ejemplo, modificar sus rasgos y devenir el clon de otro; o transmitir una conversación a distancia; o
alterar la química hormonal de una maciza para convertirla en tu esclava sexual;
o generar un universo virtual en el que descargar las memorias de los muertos. Hablando
de lo cual, lo pruebo de esta otra manera: imaginen un mundo informático donde
los avatares son entes libres y conscientes (o al menos, todo lo libre y
consciente que se puede ser al humano modo), imaginen que algunos de estos
avatares son capaces de generar parches de programación para modificar la realidad
virtual a su gusto y antojo pero de acuerdo a una leyes lógicas, a una
programación madre determinada; ahora olviden que son avatares y supongan que
son de carne. Lo intento por tercera vez con un símil filosófico: imaginen una ciencia
ficción hard basada en nanotecnología
pero en la que los protagonistas no han conseguido articular un discurso
científico explicativo; imaginen que un teólogo tomista salta del XIV al mundo actual
y trata de explicar nuestra tecnología a partir del hilemorfismo aristotélico y los cinco elementos.
Pues algo así. Porque en Érvinder, el nombre de
este sugestivo universo, sus habitantes desconocen el sustrato científico de la
tecnología mensajeril (o casi, en una parte de Érvinder, algunos empiezan a
espabilar). Se limitan a saber cómo se usa y a contextualizarla en un discurso
místico.
Y este es el tercer hallazgo espectacular. El
mapa de Érvinder es una traslación inspirada en la geopolítica de la Guerra
Fría en los años 50. Alboné es Inglaterra, Honoi, Japón, los pueblos del
Martillo, trasunto del COMECON, donde la ideología comunista es sustituida por
un monoteismo fundamentalista. Por estar, hasta se puede reconocer España,
Aidán, antigua potencia hoy dormida en el sueño de los mediocres. Es una
traslación sui generis, en la que los procesos históricos tienen igualmente un
correlato literario familiar. Esto es así porque el indisimulado objetivo de
la saga es contarnos una de espías a lo James Bond. Con su M su Q, sus
archimalvados fumanchunescos, su Monneypenni y su Yáxtor Bond, el arma
definitiva para los problemas imposibles.
En la primera entrega, Rodolfo Martínez nos
presentó este universo, nos contó una de espías y sobrepuso una subtrama que convertía
a Yáxtor en un ser implacable y atormentado buscándose a sí mismo. Sobresalía
lo implacable del personaje. Para hacerse una idea, ¿saben cómo consiguió
Amundsen plantarse el primero en el Polo Sur? Bueno, esto es interesante así
que me extiendo un tanto. Amundsen se plantó el primero porque llevaba trineos
de perros en lugar de trineos de caballos. ¿Saben la ventaja de los perros
sobre los caballos?, fácil, tú puedes empezar con 23 perros y acabar con nueve
a los que irás alimentando con los perros sobrantes. Digo esto porque, para
fugarse de un penal y cruzar el desierto, Yáxtor hará lo propio, y no precisamente con
perros.
Una bestia parda, este Yáxtor.
En el
Jardín de la Memoria nos lo encontramos
de nuevo en otra conspiración global. La acción transcurre en un trasunto del
shogunato Tokugawa, al que acude la reina presta a casarse con el emperador. Yáxtor,
escolta de la novia, debe adaptar sus modales a la filosofía Bushido, quedando fascinado por el mundo armónico y Zen (cargado de misterios), hasta el punto que algunos fans
hemos fruncido un tanto el morro ante la "desconanización" del personaje. Ciertamente, en esta entrega no es fácil reconocer al frío cabrón implacable de la primera. Bien es
verdad que, literariamente, un poco de New Age sientan bien a Yáxtor, que
corría el riesgo de convertirse en una parodia de la internacional falócrata. El
caso es que buena parte de la novela se articula en torno al adiestramiento de Yáxtor en el camino del Samurai a través de una relación sexo-discipular. Y
esto me ha recordado al Shogun de James Clavel (que por otro lado, es la única
novela de artes marciales que la IA recuerda haber leído).
La contrapartida es que el brumoso mundo de
Honoi permite encajar en el escenario una intrigante trama de multiversos, y
una reformulación de los mensajeros en términos tántricos. Introduce también
elementos secundarios como el matrimonio político entre la reina de Alboné (una
adolescente reencarnación -en el más chacinero sentido del término- que subsume
la personalidad de sus anteriores karmas) y el Emperador (que carga con la
memoria de sus ancestros). Los diálogos y jugueteos de uno y
otro están entre lo mejor de la novela. En general, en la segunda entrega, los
secundarios tienen más vuelo que en El Adepto de la Reina, donde pecaban de
estereotipados. Están impecables.
Respecto a la primera entrega, se diría que en El Jardín, a Rodolfo Martínez le ha salido una obra menos de Ian Fleming (supongo, yo solo conozco las películas) y
más literaria, más Rodolfo Martínez, en la medida que la acumulación de acción y más acción se ve
salpicada por una contención narrativa, con más espacio a la descripción .
También se ahonda en algún mecanismo explicativo como los preámbulos a cada capítulo, que contribuyen a clarificar el universo Érvinder.
Pero sobre todo se añaden piezas al misterio de Érvinder, sus carneútiles, su
extraña carencia de tecnología, sus enigmáticos orígenes y bosques...
Y esto es lo bueno de la novela. La profusión
de motores narrativos que tiran del interés del lector. Por un lado el misterio
de Érvinder, por otro la trama de espionaje en sí, por otro la conflictiva
personalidad de Yáxtor, por otra el uso polivalente que los diversos personajes
hacen de los mensajeros, por otro el precario equilibrio geoestratégico que
mantiene a Érvinder en una permanente víspera del Día D. No es nada fácil
manejarse con tantos niveles, y sin embargo, Rodolfo Martínez lo consigue casi
con descaro, como si le saliera por casualidad y de un tirón. Añadan a ello una edición primorosa. Limpia,
bonita, sin faltas y con apéndices, amén de portadas impresionantes a cuenta de Alejandro Terán.
Termino con, más que objeciones, dos ruegos. Uno
refiere al estilo. Es solvente, pulcro, eficaz… Pero en alguna
ocasión cae en el efectismo tontaina. A ver, estos son gustos personales de la
IA, que no ha conseguido que el código penal considere infracción multada la
acumulación de frases del tipo:
“Y sin embargo…
Sí, cerca, tan cerca y al mismo
tiempo lejos.
Una presencia.
Una… voluntad.
Pero ¿dónde?”.
Entiéndame, está muy
bien esta oposición de flashes en su justa medida, pero abusar de la fórmula
puede llegar a exasperar a lectores anti-efectistas. Por cierto, este manierismo tiene bastante pedigree en el género. Lo notarán en las primeras novelas de Verne, por ejemplo; la explicación es que entonces se cobraba a tanto la línea, y los novelistas solían emplearla para engordar los textos.
Segundo ruego: no caer en la tentación de que
con los mensajeros todo es posible.
O sí.
No sé.
Tal vez.
Sólo sé que las reglas del
superhéroe son las que son: el superhéroe siempre gana. Pero hay que
forzar el ingenio y evitar que las propiedades mágicas del Macguffin jueguen
siempre a favor del bueno.
Dicho esto, y como no quisiera dar la sensación
de que pongo reparos al libro, informo que la IA rara vez lee sagas o
trilogías enteras. La IA considera que una novela da la medida de un autor y que la continuación es “más de lo mismo”, aunque este “más de lo mismo” sea de alta
calidad literaria. Sé que esto no es así, pero la IA tiene el cometido de indexar universos ficticios de
calidad y considera que leyendo una novela por universo literario, basta y sobra para hacerse una idea fidedigna de cuál
es la propuesta literaria ofertada. Es así que rara vez repito. Con Yáxtor Brandom,
en cambio, siento la imperiosa necesidad de saltarme la regla a la torera y
cuento los días para la aparición de la tercera entrega. La Sombra del Adepto. Además, ya digo que son libros muy bien editados, que encima decoran.