1965. Os sorprendería la cantidad de gente que vende su alma por puro ego, así que cuando el chamán me avisó de que tenía un candidato y que su precio no era otro que la fama y la gloria, bostecé aburrido.
Pero el chamán no habla por hablar. “Lucifer –me previno-, hay un misterio en su alma”.
Y ciertamente, me percaté nada más verlo. El porte jactancioso y a la vez quebradizo. El sombrero de ala ancha enmascarando sus rasgos judíos. Cantaba escupiendo las palabras y pensé que podía ser el cauce para propagar el nuevo credo.
Eso sí, su música sonaba lamentable y oscura. Largas peroratas frías como un lago congelado envueltas en rasgueos anodinos, muertos.
- ¿Eso es todo lo que tienes? ¿En serio crees que con esto se pondrán a tus pies y reinarás sobre ellos? –le humillé.
Extraje de su zurrón un puñado de migas de pan. Convertí el perchero en una Fender; la Underwood devino una caja y unos charles, y del viejo escritorio emergió un destartalado Farfisa. Sople sobre las migas. Bloomfield, Goldberg, Kooper comparecieron ante mí.
Rehice la partitura marcando un 4/4 y disparando al vivace. Mucho mejor ahora: en el mundo del tiempo lo que prima es el ritmo. Les repartí las hojas.
- ¿A qué esperáis? Probad así.
Contundente y festivo, Mr. Tambourine Man se te clavaba en el cerebro.
“Wow, se puede bailar”, dijo al terminar Bob Dylan, mi nuevo incubo.
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